De Sabanalarga a Silvania, un viaje entre risas, nubes y carretera






 Una vez llegamos al aeropuerto, la emoción era otra. Las luces, el sonido de las maletas rodando, los anuncios por los altavoces… todo me recordaba lo que significa volar, que desde pequeña no lo había vuelto a experimentar. Salir del suelo, dejar atrás la rutina y mirar desde arriba todo lo que parece enorme desde aquí abajo. Me despedí mentalmente de la Costa por un rato, mientras el avión despegaba y mi estómago se encogía como cada vez que viajamos por los aires.


Bogotá nos recibió con frío, tráfico y un cielo cubierto de nubes, casi lloviendo. Desde el aeropuerto El Dorado tomamos un bus rumbo a Silvania, un municipio pequeño pero lleno de encanto. Las montañas verdes, las casas con techos de teja y el olor a leña nos recordaban que estábamos en la sabana cundinamarquesa.


El viernes lo pasamos en familia, compartiendo chistes, preparando los detalles para la fiesta y adaptándonos al clima. Dormí con doble cobija, algo impensable en Sabanalarga, donde el calor es nuestro pan de cada día.


Y finalmente llegó el sábado: el día del quinceañero. Mi prima estaba radiante, como sacada de un cuento. Toda la familia se vistió de gala, la música sonaba fuerte, y entre los abrazos, las fotos, y las palabras del brindis, me di cuenta de lo importante que era ese momento: no solo por la celebración, sino por estar juntos, lejos del ruido cotidiano.


El domingo, como todo lo bueno, el viaje tuvo que invertirse: de Silvania a Bogotá, de Bogotá a Barranquilla, y de ahí de nuevo a casa, Sabanalarga. Volvimos con los ojos cerrados pero el corazón abierto. El cansancio se mezclaba con la nostalgia, y mientras veía por la ventana los últimos rayos del día, supe que ese viaje no era uno más, era uno de esos que se recuerdan cuando se habla de lo que es crecer, ser familia y vivir.

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